Juan José Tamayo: “El catolicismo oficial excluye más que incluye


Es teólogo, filósofo, habla muy claro y –por si no es suficiente– Juan José Tamayo no duda en levantar la voz para defender aquello que considera obsoleto, mejorable o denunciable, como la posición de la mujer en la iglesia católica o el enrarecimiento de las relaciones con el Islam.

(Fotografía: Deyanira López)

Es una de las voces más prestigiosas y reconocidas a nivel nacional e internacional en su campo de investigación. En su extensa obra, recogida no solo en libros sino también en artículos para importantes revistas y diarios, no duda en defender la Teología de la Liberación ni en mantener un enfoque crítico hacia la jerarquía de la Iglesia católica. Su talante dialogante le ha llevado a acercar posturas entre distintas religiones para extraer de ellas sus enseñanzas éticas universales. Tres de sus últimas obras son Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis (Trotta); Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica (Fragmenta) e Islam. Cultura, religión y política (Trotta), que fue Premio Internacional de la República de Túnez para los Estudios islámicos. Charlamos con él sobre la relación entre religión y filosofía…


En diversas épocas de la historia del pensamiento, filosofía y religión caminaron de la mano, aunque su relación siempre ha resultado teóricamente problemática. ¿Qué ofrece cada una al conocimiento humano?

Los momentos más brillantes de las religiones –y también de la filosofía– han sido aquellos en los que ambas han convivido armónicamente y han dialogado creativamente, sin complejos de superioridad ni de inferioridad. Ambas se plantean las preguntas por el sentido y el sinsentido de la existencia humana, por el origen y el destino del mundo y de los seres humanos, por la existencia o no de la teleología en el mundo y en la humanidad. La relación se ha tornado problemática cuando la religión ha intentado poner a su servicio a la filosofía para justificar principios o creencias que carecen de fundamentación racional y cuando la filosofía desacredita a la religión por no atenerse a los principios de la metodología racionalista rígida, negándole todo carácter emancipatorio. Es la Ilustración que Bloch calificaba de necia, ya que no supo discernir los elementos liberadores de los alienantes.
Las religiones son fenómenos culturales relevantes de la historia de la humanidad que intervinieron de manera decisiva en la formación de las sociedades. Nacimiento y evolución de la religión, por un lado, y origen y desarrollo de la humanidad, por otro, son fenómenos interconectados.

Tanto la Ilustración alemana como la Revolución Francesa intentan dejar atrás todo dogmatismo que sesgue las respuestas de los interrogantes filosóficos fundamentales. ¿Existe en la actualidad esta independencia entre filosofía y religión?

El Sapere aude de la Ilustración es el mejor antídoto contra el dogmatismo en todos los campos del saber y del quehacer humano, y especialmente en el terreno de las religiones, sobre todo las monoteístas, que creen en un solo y único Dios universal, que revela su Palabra en un texto sagrado y se traduce en definiciones dogmáticas a las que el creyente debe prestar su adhesión, aun sin comprenderla, y sin posibilidad de interpretación. El dogmatismo bloquea toda posibilidad de pensar y convierte la fe religiosa en un acto fideísta o a veces contrario a la razón. La superación del dogmatismo en las religiones se logra a través de la hermenéutica.

Se ha cuestionado si “religión” y “espiritualidad” son conceptos distintos que, a fin de cuentas, se refieren a una misma instancia: la de “lo trascendente”. ¿Puede vivirse la espiritualidad sin profesar una religión?

Religión y espiritualidad son fenómenos perfectamente diferenciables. La religión se autorremite a un origen divino, se comprende como un sistema de creencias, con frecuencia rígido, que reclama la adhesión incondicional de los creyentes, posee una estructura generalmente jerárquico-piramidal y patriarcal, que se dice de inspiración divina, y se caracteriza por una axiología moral heterónoma, fundada sobre un texto revelado o una divinidad trascendente. Todo ello conforma una concepción del mundo bajo el signo de la trascendencia absolutista que no respeta la autonomía ni la libertad de los creyentes.
La espiritualidad se mueve en otro orden. Es una dimensión fundamental del ser humano, al que le es inherente como la sociabilidad, la corporeidad, la subjetividad, la historicidad. Renunciar a ella supone caer en la unidimensionalidad.
Ahora bien, la religión tiene también una dimensión espiritual: la que emana de su relación con el misterio, con la trascendencia, con la divinidad, con el mundo de lo sagrado. Tal dimensión de la religión se caracteriza por la relación gratuita, no mediada por interés venal alguno, con la divinidad o lo que trasciende al ser humano, a lo indecible, a lo innombrable, a lo inexpresable con palabras.
El misterio, decía Wittgenstein, no es cómo sea el mundo, sino que el mundo sea. No pocos científicos afirman que es necesario convivir con el misterio que es el cosmos.

Schopenhauer hablaba en los Complementos a El mundo como voluntad y representación de la “necesidad metafísica” del ser humano, asegurando que la certeza de nuestra muerte y la consciencia de la finitud nos convierten en “animales metafísicos”. ¿Conduce esta necesidad, irremisiblemente, a la religión, o puede permanecer independiente de ella?

Estoy muy de acuerdo con Schopenhauer. Yo lo explico a mi manera llamando la atención sobre la complejidad y vulnerabilidad de la existencia humana. La amplitud de nuestras teleologías y la brevedad de la vida de los seres humanos, la conciencia humana de la finitud y de la contingencia humana y la aspiración a la infinitud, la experiencia del dolor y del sufrimiento y el deseo de su superación, la certeza de nuestra muerte, su carácter trágico y antiutópico, así como el ser conscientes de nuestro morir torna a los seres humanos en “animales metafísicos”. Pero la metafísica no lleva necesariamente a refugiarse en la religión, ni a buscar en ella la respuesta al problema de la muerte; respuesta que, por lo demás, no es unívoca, sino plural en los diferentes sistemas religiosos de creencias. Hay tantas respuestas al problema de la muerte como religiones: inmortalidad del alma, resurrección de los muertos, nirvana, transmigración de las almas… A lo que sí llevan los “radicales antropológicos” antes indicados es a diversas interpretaciones de la muerte y del después de ella, que ofrecen las diferentes filosofías: desde la epicúrea de la extraterritorialidad de la muerte y “voy al gran quizá”, hasta la muerte del héroe rojo en las prisiones nazifascistas, que supera la muerte por la conciencia solidaria y el legado de una sociedad mejor, bellamente descrita por Bloch en El principio esperanza. En ninguna de ellas interviene la religión.

Es conocida su feroz crítica hacia las actitudes homófobas de la religión católica. Últimamente ha asegurado en El País (“Continuidad y decepción”) que el nuevo papa Francisco no deja de expresarse en términos “androcéntricos”, mediante un “lenguaje patriarcal”. ¿Ve solución al “problema de la mujer” en la Iglesia?

Mi posición frente a esas actitudes homófobas, misóginas, endogámicas, no es solo de reparo y de crítica feroz, sino de denuncia en voz alta, de indignación incontenible y de protesta radical por el carácter excluyente del catolicismo oficial hacia las personas y los colectivos que viven un estilo de vida diferente del impuesto por la jerarquía católica, por la falta de respeto a la diferencia, por la agresión que supone a la dignidad de la persona, especialmente de las mujeres, y por la discriminación de personas por su identidad sexual. El catolicismo oficial excluye más que incluye.
Hoy asistimos a un florecimiento de los movimientos feministas que se rebelan contra el poder patriarcal, luchan contra toda forma de dominación machista tanto en la sociedad como en el interior de las religiones, viven la experiencia religiosa desde su propia subjetividad y reformulan las creencias recurriendo a las categorías del pensamiento feminista.
Me pregunta si hay solución al “problema de la mujer” en la Iglesia católica. Por supuesto. Abajo, en los movimientos cristianos de base y en la teología feminista, ya está resuelto. El problema se encuentra en quienes gobiernan la Iglesia: se consideran representantes de Dios en cuanto varones y ejercen el poder desde la masculinidad hegemónica. Los dirigentes religiosos varones actúan no solo en nombre de Dios, sino con autoridad divina.

 Numerosos filósofos y pensadores (Jean Meslier, por ejemplo) han intentado destapar la ¿aparente? contradicción que se da entre el mensaje del Evangelio y las posesiones vaticanas, entre lo espiritual y lo material. ¿Cuál es su opinión?
El Vaticano es el escándalo del cristianismo y la gran herejía contraria a la idea fundacional de Jesús de Nazaret. El papado es una institución que no se corresponde con los orígenes del cristianismo. La propia Iglesia, tal como actualmente está organizada, no entraba en los cálculos ni en la intención de Jesús de Nazaret, cuyo mensaje central es la llegada del reino de Dios.
Si de ahí pasamos a la reconversión del cristianismo en Estado como el de la Ciudad del Vaticano, la herejía y el escándalo se tornan traición a su fundador. Y si ese Estado tiene numerosas posesiones en bienes muebles e inmuebles, y su banco invierte en negocios sucios y ha tenido 80 millones de beneficios durante el ejercicio de 2012, a uno se le corta la respiración.
Me parece, por ello, muy acertada –y muy valiente– la decisión del papa Francisco de encargar a una auditoría externa, Ernst & Young, la vigilancia sobre las finanzas del Vaticano y el motu proprio por el que aprueba el nuevo estatuto de la Autoridad de Información Financiera, a quien encarga la vigilancia, la prevención y la forma de contrarrestar las posibles actividades financieras ilícitas del Vaticano. Francisco es consciente de que la corrupción es lo que más desacredita la Iglesia, la hace menos creíble y la aleja del ideal de pobreza del Evangelio.

Usted es un reconocido defensor de la Teología de la Liberación: ¿podría explicar brevemente en qué consiste y por qué estima su conveniencia?

Bueno, no solo defensor. Toda mi reflexión histórica, teológica, filosófica y sociológica se mueve en el horizonte de la Teología de la Liberación. Gustavo Gutiérrez, considerado el padre de esta teología nacida en América Latina a finales de los 60 del siglo pasado y cultivada posteriormente en todos los continentes, la define como la reflexión crítica sobre la praxis histórica a la luz de la fe. Esta teología ofrece una interpretación liberadora del cristianismo desde la opción ético-evangélica por las personas, los colectivos y los pueblos empobrecidos y marginados social, étnica, económica, cultural y políticamente.
Estamos ante una verdadera revolución metodológica: la reflexión teológica es el acto segundo, que debe ir precedido de la experiencia religiosa del Dios de los pobres y de la praxis de liberación como acto primero. De lo contrario, el discurso teológico sería cínico o, al menos, sospechosamente neutral.

En su libro Islam. Cultura, religión y política, asegura que el mundo actual no puede ni debe construirse de espaldas al islam, y ofrece una alternativa “de liberación” que conjuga islam y cristianismo. ¿Cómo llega a esta solución a dos voces?

El futuro de la humanidad no puede construirse ni al margen ni en contra ni por encima ni paralelamente al islam. El islam no es nuestro enemigo. Todo lo contrario: forma parte de la identidad de Occidente. Si esto es así, y lo es, hay que empezar por liberarse de los estereotipos que operan en Occidente sobre el islam, que, con frecuencia, son una creación ideológica interesada, colonial y hegemónica de Occidente para mantener la hegemonía sobre el mundo arabe-musulmán.
Es a partir de los elementos comunes, sin desconocer las diferencias, como desarrollo en el libro citado, mi propuesta de una teología islamo-cristiana de la liberación, contrahegemónica, laica, ética y política en torno a una serie de núcleos temáticos comunes como la consideración del monoteísmo en su perspectiva preferentemente ética, el paso del monoteísmo beligerante e intolerante al monoteísmo en diálogo entre religiones, la mística como lugar de encuentro de ambas religiones, la consideración de la mujer como sujeto ético, religioso, teológico (y la lucha por su emancipación de todo tipo de opresión, incluida la religiosa), la recuperación de las tradiciones ético-liberadoras en ambas religiones, la crítica de la globalización neoliberal excluyente y el diálogo intercultural.

En su reciente obra titulada Invitación a la utopía, pone en liza la razón “científico-técnica” y la razón “utópica”. ¿Qué puede ofrecernos en la actualidad el pensamiento utópico?
No, no soy yo quien las pone en liza. Lo han estado desde siempre en la historia del pensamiento y de la política, y lo siguen estando. En el siglo XVI se opusieron dos tipos de razón de dos filósofos políticos: la razón de Estado, de Maquiavelo, y la razón utópica, de Tomás Moro. Ambos tipos de racionalidad aparecen en dos obras publicadas con solo tres años de diferencia: El príncipe, de Maquiavelo, en 1513, y Utopía, de Tomás Moro, en 1516. Hoy día la pugna es entre “realistas” y “utópicos”, entre globalizadores y álter-globalizadores. Lo que ofrece el pensamiento utópico hoy es una crítica del realismo craso, de carácter conservador y legitimador de la injusticia, que dice que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera; una crítica de la razón instrumental, que tiende a adecuar la razón a la realidad; y la alianza entre la razón y esperanza, formulada por Ernst Bloch en estos términos: “La razón no puede florecer sin esperanza, la esperanza no puede hablar sin razón”.

■ Texto: Carlos Javier González Serrano.
Fotografías: Deyanira López

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