Piratas: ¿Quiénes eran en realidad?


HEMEROTECA / HISTORIA | GUILLERMO D. OLMO 

Más allá del tópico, los historiadores actuales hablan de desgraciados que se rebelaron contra el poder y construyeron una sociedad paralela

ARCHIVO ABC
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«Los peores enemigos de la raza humana», según unos. «Los más valientes defensores de la libertad» para otros. ¿Quiénes eran lospiratas en realidad? Nada más arraigado en el imaginario popular que el tópico de los bandidos del mar. Patas de palo, parches en el ojo, ron y alfanjes. Con esos elementos, el cine y la literatura han transmitido de generación en generación una visión superficial y sesgada de un fenómeno histórico con implicaciones mucho más profundas.

Como explica el historiador británico Peter Earle, la piratería «es tan antigua como el comercio», pero el mundo que acuñó el arquetipo latió sobre todo en los siglos XVII y XVIII. En esos años, en los que las grandes monarquías europeas extienden sus tentáculos allende los mares en su carrera imperialista, miles de almas anónimas articularon una sociedad paralela, clandestina y resistente a la autoridad en aquellos reductos donde no llegaba el puño de bronce del poder.

A los muchos vanos de la colonización, a los territorios sin control del Caribe, el Atlántico y el Índico fue afluyendo una multitud de desposeídos que abrazó la utopía pirática. Se trataba de gentes del mar, curtidos buscavidas que encontraron al otro lado de la ley una alternativa a su realidad de salitre, penurias y violencia. Marcus Rediker, profesor de la Universidad de Pittsburgh, trazó un retrato del pirata medio, «marinos que se hacían piratas tras años de servir en buques mercantes y militares, en los que sufrían cuartuchos hacinados, escasez de víveres, una disciplina brutal, una paga escasa, devastadoras enfermedades, accidentes y, en muchas ocasiones, una muerte prematura».

En las antípodas de este deprimente panorama, las colonias de proscritos que proliferaban en lo que hoy son las Antillas, Madagascar y otras latitudes ofrecían un horizonte de libertad, opulencia y camaradería. No extraña, pues, que, como ocurría en casi todos sus abordajes, cuando los filibusteros preguntaban entre la tripulación quién quería unirse a ellos, fueran muchos los voluntarios. Especialmente, entre los nativos africanos que remaban a destajo como esclavos en las tripas de las naves del rey, seres humanos tratados como reses a los que los saqueadores del mar ofrecían una ventana a la redención.

Sin patrón

En los barcos piratas, la tripulación disfrutaba de algo imposible en la Armada o la marina mercante: derechos. Al menos, en la época dorada de la piratería atlántica, los hombres elegían mediante votación al capitán y existía la figura del contramaestre, que velaba por el correcto reparto del botín y custodiaba las provisiones y pertrechos comunes. El capitán podía ser destituido y sus privilegios se reducían a recibir cuota doble del botín capturado y defecar, como todos los demás desde cubierta, sin ser observado. Sin patrón y sin otro oficio que el pillaje, evadidos de su mundo de estrecheces y cadenas, estos marinos anónimos consumían sus horas chapoteando en las aguas que surcaban y compartiendo risotadas y anécdotas en interminables borracheras.

Pero, como sabían bien todos los que la elegían, la vida de estos rebeldes embarcados no estaba exenta de peligros, sobre todo el de caer en manos de la ley y terminar en el cadalso. Lo resumió el célebreBartholomew Roberts, uno de los más activos del primer tercio del XVII, que proclamó: «una vida feliz aunque corta, ese es mi lema». Así fue. Roberts pereció a los 39 años en combate con la Royal Navy frente a las costas del actual Gabón. Sus hombres se hallaban en un estado de embriaguez tal que cuando fueron descubiertos apenas pudieron oponer resistencia. No era nada excepcional. Rediker cuenta en su libro «Villains of all nations» el caso de un pirata que estaba tan borracho cuando su bajel fue apresado que costó horas hacerle entender que esa vez la presa era él.

Guerra sin cuartel

Como este forajido anónimo, a partir de 1720, los miles de Bartholomew Roberts dispersos por el globo despertaron de su sueño. La expansión comercial y militar europea había sentado los cimientos del capitalismo global y de eso que Inmanuel Wallerstein llamó la «economía-mundo». En ese escenario no había lugar para una minoría delictiva que se había convertido en enojoso parásito para los intercambios comerciales ultramarinos en torno a los que giraba el nuevo orden. Los soberanos volcaron el peso de su maquinaria militar para erradicar la «plaga» y las autoridades comenzaron a llenar con los cadáveres de los cada vez más ajusticiados las entradas de los principales puertos a ambas orillas del Atlántico. La macabra escena contenía un mensaje disuasorio que a la larga dio sus frutos. A la violencia oficial, los bucaneros respondieron tornándose también crueles y sanguinarios convencidos de que, como expresó uno de sus capitanes, Richard Bellamy, «si ellos roban a los pobres bajo el amparo de la ley, nosotros saquearemos a los ricos al amparo de nuestro propio valor».

Se entabló un pulso salvaje que los piratas tenían definitivamente perdido al cabo de pocos años. Perdieron la guerra pero alumbraron el mito.

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