El baile real que acabó en llamas


Por | Arte secreto

El «baile de los ardientes» representado en una miniatura de un manuscrito del siglo XV | Crédito: Wikipedia.

La vida del rey Carlos VI de Francia estuvo rodeada de sucesos terribles, pero ninguno alcanzó los tintes dramáticos y esperpénticos que se produjeron en la noche del 28 de enero de 1393, durante la celebración de un baile de disfraces organizado con motivo del matrimonio de una dama de la corte.

El espectáculo –en el que participaba el joven rey, sin que buena parte de la corte lo supiera–, iba a consistir en un extravagante baile protagonizado por varios caballeros que, disfrazados de “hombres salvajes” –unos seres míticos, muy populares en la Edad Media y el Renacimiento–, danzarían al son de la música mientras aullaban como lobos y proferían frases obscenas y procaces.

Los bailarines –rey incluido– se vistieron con sus disfraces de salvajes, que consistían en unas ropas y una capucha de lino cosidas sobre el cuerpo y embadurnadas en resina para pegar mechones de pelo con el que dotarles del aspecto de temibles hombres-bestia.

Debido a las características del traje, y en especial al uso de la resina, se dieron órdenes estrictas para que nadie entrase en el salón de baile portando velas, antorchas ni fuego de ningún otro tipo, pues incluso la más pequeña chispa podía resultar fatal en aquellas circunstancias.

El baile comenzó con normalidad, y durante un rato los cortesanos se divirtieron con los gritos, las danzas y las frases obscenas que recitaban los “hombres salvajes”, sin saber que entre aquellos seis bailarines que les incitaban a adivinar su identidad se encontraba el mismísimo rey.

La diversión, sin embargo, no tardó en transformarse en desconcierto y tragedia un rato después, coincidiendo con la llegada de Luis de Valois, hermano del monarca y duque de Orleans. Tanto él como su amigo Philippe de Bar llegaron tarde y visiblemente borrachos a la fiesta y, desoyendo las advertencias, entraron al salón de baile portando sendas antorchas.

Llevado por la inconsciencia derivada del alcohol, el duque de Orleans se acercó antorcha en mano hasta el grupo de “hombres salvajes”, con la intención de iluminar sus rostros y descubrir cuál de ellos era el su hermano, el rey Carlos.

El azar quiso que una brizna de fuego saltase desde la tea hasta el traje de uno de los nobles disfrazados, incendiando inmediatamente su disfraz y, en segundos, envolviendo el cuerpo del desdichado en una lengua de fuego abrasador. Como los danzantes se encontraban muy cerca unos de otros –algunos cronistas refieren incluso que iban encadenados entre sí–, el fuego no tardó en propagarse entre ellos rápidamente.

Detalle de una miniatura, con los «hombres salvajes» en llamas, y el rey salvado por el vestido de la duquesa de …

En apenas unos instantes, lo que habían sido aullidos de fiesta, chanzas y diversión se convirtieron en gritos de pánico proferidos por el público, y en chillidos de dolor que salían bajo los disfraces de aquellos hombres convertidos en antorchas vivientes.

Por suerte para él, el rey Carlos se hallaba algo apartado del resto de bailarines y, al percatarse inmediatamente de lo ocurrido, se apartó con rapidez de las llamas. Según los cronistas de la época, la actuación de la tía del rey, la duquesa de Berry, resultó providencial, pues al ver lo que ocurría, levantó las faldas de su aparatoso vestido y cubrió con ellas al rey, en un intento porque las llamas no prendieran en su disfraz impregnado de resina.

Así, el monarca se salvó de las llamas, al igual que otro de los nobles disfrazados, que tuvo tiempo de salir corriendo y sumergirse en una enorme tinaja de vino, de la que no salió hasta el incendio se hubo extinguido. Menos suerte tuvieron los otros cuatro caballeros disfrazados de “hombres salvajes”. Dos de ellos murieron en el acto a causa de las quemaduras, y los otros dos fallecieron en los días siguientes en medio de horribles dolores y padecimientos.

El trágico suceso –que conmocionó a la sociedad parisina del momento–, podría haber quedado en un horrible accidente, de no haber sido por los singulares antecedentes que rodeaban al rey y su hermano. Aunque el baile de disfraces se había organizado para celebrar el nuevo matrimonio de Catherine de Fastaverin –una viuda que ejercía de dama de compañía de la reina, Isabel de Baviera–, también tenía otro fin: distraer al monarca de sus enormes preocupaciones, causadas por unos recientes e inquietantes brotes de locura que había sufrido en los últimos meses.

El verano anterior a la trágica fiesta –conocida desde entonces como el ‘Bal des Ardents’ o ‘Baile de los ardientes’–, Carlos había comenzado a manifestar un comportamiento errático y extraño. Aquella inusual conducta llegó a su punto máximo cuando, en plena campaña bélica, y mientras se encontraba en su campamento a las afueras de Le Mans, comenzó a gritar en medio de fuertes delirios, creyéndose atacado, y se lanzó espada en mano contra sus propios hombres –su hermano incluido–, causando la muerte a uno de ellos (algunas fuentes aumentan el número a cuatro).

Miniatura de 1483 representando el insólito y trágico suceso | Crédito: Wikipedia.

Tras aquel acceso de locura, el rey quedó en un estado de salud muy delicado, y sus brotes paranoicos –algunos historiadores actuales han sugerido que el monarca quizá estaba aquejado de esquizofrenia– le relegaron a un papel cada vez más testimonial en la corte, quedando entonces como regente su tío Felipe, duque de Borgoña.

Después del lamentable suceso del “baile de los ardientes”, buen parte de la población francesa interpretó la locura del rey y el accidente de la fiesta como un signo de cólera y castigo divinos, mientras que otros pensaron que se trataba de sucesos relacionados con la brujería.

No en vano, el duque de Orleans había sido acusado unos años antes de practicar las “artes oscuras”, tras contratar los servicios de un monje apóstata para que dotara a una daga y una espada de su propiedad con “poderes demoniacos”.

Así, tras el baile de los “hombres salvajes”, Luis vio afectada seriamente su reputación, y quedó identificado como el principal culpable de lo ocurrido –el teólogo Jean Petit incluso se atrevió a acusarle de intentar asesinar al rey–, viéndose obligado a hacer penitencia pública donando buena parte de su fortuna para sufragar la construcción de una capilla en un monasterio de la orden celestina.

Cronistas contemporáneos como Jean Froissart o Michel Pintoin –monje de Saint Denis–, dieron buena cuenta de los escabrosos detalles del ‘baile de los ardientes’ y de los continuos brotes de locura del rey.

Y, lo que es más importante desde el punto de vista artístico: un buen puñado de manuscritos iluminados del siglo XV –como los ilustrados por el maestro Antonio de Borgoñarecogieron en delicados dibujos la escena de los “hombres salvajes” envueltos en llamas, legando para la historia unas bellísimas obras de arte inspiradas por uno de los sucesos más esperpénticos e insólitos de la historia medieval europea.

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